Durante la segunda mitad del siglo XX
creíamos que el progreso era eso: abandonar el centro de las ciudades y huir
hacia la periferia, a través de enormes autovías e interminables
circunvalaciones. El presunto “progreso” cambió radicalmente nuestro estilo de
vida: necesitábamos coches para todo: para ir a trabajar y volver, para ir a la
compra, lejos de las zonas residenciales, para ver a los amigos o a las
familias de los que, el crecimiento y la extensión de la ciudad, nos separaba
cada vez más. Ahora retomamos la ciudad, queremos pasear despacio por su
centro, disfrutar del silencio de sus calles sin coches, jugar en los parques
urbanos y tomarle el pulso a una
interesante conversación sentados en un banco.
De repente, la ciudad es menos:
queremos ciudades lentas, tranquilas silenciosas, donde no exista la prisa, ni
el ruido. Queremos ciudades lentas, a la velocidad de las bicicletas…
Morgana