Santander Cycle Chic

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domingo, 11 de abril de 2010

LO QUE IMPORTA ES PEDALEAR




Mucho tiempo me he levantado temprano y subido a mi automóvil para ir a cualquier parte. Mucho tiempo hasta que me aburrí. El aburrimiento es el mejor antídoto contra cualquier hábito. Y un hábito es la necesidad de que las cosas permanezcan idénticas: miedo a la transformación. Desconozco quién la inventó. No sé nada de su historia oficial. Hablaré aquí de lo visto y experimentado. Mi hijo –yo no sé de dónde se saca estas cosas- me sopla que son las acciones y espíritu esenciales para lanzarse a ensayar. Que no necesito más. Basta y sobra con eso. Pues bien. Un día me decidí a dejar el auto de lado después de una tarde entera de observación. Tenía enfrente mi automóvil y mi bicicleta, aunque de mía no mucho, más del óxido que se la carcomía desde hace años. Entonces recordé un verso de Nicanor Parra:

El automóvil es una silla de ruedas.

¿Y la bicicleta? ¿No era acaso también otra silla de ruedas? Quise profundizar en esa cuestión, en la sospecha de que algo más debía esconderse en algún pliegue del ingenioso aforismo . Movimiento, pensé. La bicicleta debe tener más capacidad de movimiento. Eso fue una especie de intuición sin fundamento. No quisiera exagerar pero quizá fue como una iluminación. Profana, por cierto. El automóvil estaba detenido (me atreví otra vez sin ningún fundamento), y era un transporte en alguna medida invalidante. ¿En qué medida? Yo seguía en tesis puramente especulativas. Decidí analizar fríamente la cuestión. Observé: una bicicleta posee dos ruedas, el automóvil cuatro. Ese ahorro era significativo. Con dos ruedas genera el movimiento que el automóvil realiza con cuatro. Y además es un gasto menor de caucho. Entonces pensé por un momento en el caucho. En las legendarias guerras por el caucho natural en Latinoamérica – a veces me intereso por estos temas-, y en el petróleo desde donde se obtiene caucho sintético y desde donde también se saca cada cosa, incluido el poder y la ambición de muchísimas personas (son siempre más de las que uno cree) que cuesta imaginarlas yendo al trabajo en bici. Austera en eso con su par exclusivo de ruedas.
Seguido pensé en los frenos. El automóvil posee dos frenos, el de pie y el de mano. El desperfecto de los frenos en el automóvil es frecuentemente víspera de fatalidad. Y en ese ámbito la bicicleta supera al automóvil: tres frenos. ¿Tres frenos? Sí, tres. El de la rueda delantera, el de la trasera. Y el más importante: el de los pies. Un automóvil no se puede frenar con los pies. Ya quisiera algún desafortunado chofer haberlo hecho y así haber evitado arruinar su vehículo o, lo que es peor, arruinarse a sí mismo y para siempre. La bicicleta establece una relación más íntima entre el cuerpo y la tierra. Eso tal vez quiera decir que es el cuerpo el que se mueve y lleva al aparato (unión feliz de fierro y caucho) hacia alguna parte. La bicicleta simplemente recepciona la energía y la cataliza, pero es uno el que genera velocidad, uno el propio caballo de fuerza. Y claro, la bicicleta no tiene motor. O si lo tiene, ese motor es uno mismo. No tiene batería o la batería es uno mismo. Ni usa gasolina (otro derivado del petróleo) o uno es la gasolina que se acaba cuando arremete la fatiga. Me detuve en la fatiga. Principal crítica que se le achaca desde la comodidad que ofrece la cabina hermética de cuatro ruedas. Una bicicleta cansa, dicen (yo misma quizá lo declaré, en plena pereza, bostezando, más de alguna vez), y para trasladarse en ella hay que estar dispuesta a cansarse. Nadie quiere cansarse. La vida diaria, al menos en españa, ya es lo suficientemente agotadora como para abrir un nuevo surtidor de agobio. No obstante quise poner las cosas en la balanza y recordé cada mañana y cada tarde cuando, de ida y también de vuelta del trabajo, me debía enfrentar al tedio y a la mecánica tensión de los atascos y tacos en las calles de la ciudad. Ruido y demora. Encierro. Estancamiento, pérdida de tiempo. El resto de las sensaciones es de sobra conocido: sé de gente que no ha tenido jamás, por dar un ejemplo, sentimientos melancólicos, pero no conozco ser alguno que no haya participado de un atochamiento. Los ciclistas, ahí tal vez comenzó mi envidia, sorteaban con desafiante agilidad esos momentos. Y en verano parecían mucho más frescos. De hecho de raudos parecían viento. Y nada de ruido. La naturaleza de la bicicleta es silenciosa. Su movimiento es sosegado, incluso forzando al máximo sus capacidades, transmite esa pausa que contrasta gratamente con la batahola caótica del tráfico. Uno no puede yendo en automóvil, hartarse, desistir y bajarse en cualquier sitio. Una bicicleta ofrece la posibilidad: me bajo y ahora es ella la que acompaña mi caminata. A diferencia del automóvil, contiene siempre la posibilidad de pasear, de interrumpir el viaje, de hacer pausas, apreciar el entorno, detenerse a conversar, en buenas cuentas, de intervenir voluntariamente el automatismo que supone conducir un coche. No cabe duda: es un medio de transporte minimalista. La consigna del menos es más es una buena descripción de lo que ofrece.
Digamos que las calles están hechas para los automóviles y a las bicicletas se les ha abierto progresivamente un espacio, reducido, tal vez tampoco necesiten más, a un costado de calles y avenidas. Importante que siga siendo así: oportuna estrategia para que más de algún automovilista, como un espejo que refracta lo contrario, se vea tentado a vivir otra relación con sus desplazamientos por la ciudad.
Tengo un primo que vive en Turquía. Alguna vez me contó algo extraordinario. No sé si ocurrió en Ankara o Estambul. Cualquier tarde, jirafas, elefantes y camellos hicieron colapsar una avenida. Se trataba de un circo o un zoológico itinerante. Los automovilistas estaban indignados. Por el lio formado, claro. Pero también por la excesiva cantidad de excremento – y la hediondez generalizada- que las bestias despidieron a su paso. No sé si mi primo exageró el relato. Pero al igual que esos animales, se me ocurre, los automóviles expulsan a diario asquerosidades por sus respectivos tubos de escape. Y otras tantas por la boca –insultos, formas elaboradas de coprolalia- cuando algún chofer deja de respetar la ley del tránsito. La bicicleta pasa de largo otra vez por esas prácticas. La bicicleta prescinde de cualquier clase de eliminación nociva para el entorno. A lo más podemos indignarnos un poco cuando se nos sale la cadena, nos llenamos los dedos de grasa o nos la roban. Y esto fue lo último que pensé en el patio de mi casa viendo alternativamente a mi bicicleta y mi automóvil, atardecía, me entró el hambre, también comenzó a refrescar. Entonces me repetí otra vez el verso del antipoeta:

El automóvil es una silla de ruedas.

Invalidante. Aparentemente en movimiento. Pero hay cosas que se mueven más, mucho más. El movimiento, comprendí, no es simplemente la capacidad de ir de A hasta a B en el menor tiempo posible. Moverse es algo mucho más complejo y tiene un carácter vital. Moverse, que las cosas se muevan, es algo de lo cual el automóvil sencillamente no participa o, irónicamente, le queda mucho camino por recorrer. La bicicleta va de A hasta B pero lo hace construyendo un intervalo particular, describe un recorrido que genera intervenciones creativas en la ciudad, en el cuerpo y en los demás. Pedalear, pedalear, pedalear. Un pie y el otro, un pie y va de nuevo el otro. No es llegar a Ítaca lo que importa. Esto es lo que he visto y experimentado. Yo, digo: lo que importa es pedalear.