Santander Cycle Chic

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miércoles, 7 de abril de 2010

MEMORIAS DE UN CICLOADICTO


La vi por primera vez cuando era un niño, creo que no superaba los cuatro años. Nunca olvidaré esa primera impresión, los colores, el interés que provocó en mí desde el inicio, tanto así que no dejé de mirarla durante toda la noche. Fue amor a primera vista, descubrí que el mundo era mucho más que televisión y juguetes. Ahí estaba, resplandeciente, brillante, centelleante, deslumbrante como solo ella podía estarlo, ni mi mami se veía tan bonita. Lo único que quería era acercarme a ella y no soltarla jamás. ¿Cómo se llama? Le pregunté al tío Enrique. “Bicicleta, hijo, bicicleta”.
Desde esa navidad en la que le regalaron la bici a mi hermano lo único que pasaba por mi mente era tener una de esas. Me imaginaba pedaleando a altas velocidades, sorteando miles de barreras y haciendo de esas piruetas peligrosas que me llamaban tanto la atención.
Cuando crecí supe que sentir el viento en mi rostro mientras avanzaba en la bici era una de las mejores cosas que me podían pasar. Prácticamente olvidé caminar, lo único que hacía era pedalear. En mi época rebelde recuerdo que me gustaba irme de la casa cuando me enojaba por puras tonteras y ni me interesaba volver a la casa. Una noche la pasé a la intemperie y cónchale que hizo frío, pero ahí estaba yo bien acurrucado con mi bici, como si ésta me fuera a dar calor. Es por eso y tantas cosas que la recuerdo como el gran amor de mi vida, un amor ciertamente perfecto, mi media naranja, la luz de mi existencia.
Pero todos los amores tienen que sortear momentos difíciles, algo así como la prueba de fuego, y para mí esa prueba se dio a mis 23 años, cuando me casé con mi mahal Tengo que admitir que dejé mi bicicletita de lado en esa época, pero es que estaba muy re enamorado, y me siento feliz de decir que aún lo estoy. Y ya cuando me casé, trabajé y formé mi familia, se incorporó de nuevo a mi vida, de una mala forma eso sí. Me di el medio costalazo, hasta me quebré por ahí. Yo lo tomé de risa, era como el castigo por haberla dejado botadita, por haberle sido infiel.
Hubo una época complicada, cuando mi sueldo no alcanzaba y lmi mahal hacía malabares para tener la mesa bonita todos los días. Trabajaba y compartía con mi familia, pero siempre me hacía un tiempo para ver a mi amor de infancia y juventud. Agarraba la bici y creo haber recorrido la ciudad de pies a cabeza, lo que se volvía una válvula de escape a todos los problemas, congojas y penurias que entristecían mi vida, además de aportar un granito de arena a mi sociedad, ya que no contaminaba ni hacía ruido, entre tantas cosas. Vivir en Santander, una ciudad sin muchas entretenciones artificiales pero sí varias distracciones naturales, se volvía un punto positivo al momento de pedalear y pedalear. Pude conocer secretos de la ciudad que jamás pensé descubrir, y todo gracias a observar y reflexionar mientras las imágenes pasaban como un largometraje frente a mi. Es que cuando montaba este vehículo de dos ruedas olvidaba todo y me sentía el rey del mundo, o, caso contrario, aparecía en mi mente un álbum fotográfico que me mostraba láminas sobre mi vida: años de antaño junto a mis padres y hermano, esas tardes de lluvia frente a la chimenea, mi madre leyendo por las noches, tardes en el bosque, la niña que me gustó por primera vez, esa que no quiso ir a la fiesta del colegio conmigo.
Y aquí me vez, las cosas cambian, a veces más de lo que uno espera. Me siento tranquilo, tengo una sonrisa en mis labios y ojos, siento una plenitud que me llena por completo. Viví lo que tenía que vivir, amé todo lo que tenía que amar, sentí mucho en tan poco tiempo que tenemos en la vida. Tengo ochenta y tres años, paso la mayor parte del tiempo en mi cama, la salud me está pasando la cuenta y mi cuerpo parece no querer responder a ningún estímulo. A veces, milagrosamente, me levanto de esta cama, y lo primero que hago es arrancarme al patio de atrás, que tiene salida a la calle, y antes que me reten, me pongo a pedalear, despacito eso si, ya no puedo sentir tanto el viento en mi rostro, pero la sola sensación de poder pedalear me trae tantos recuerdos que mis ojos se limpian de adentro hacia afuera, y las lágrimas, que son de colores porque irradian felicidad, caen lentamente.
Si tuviera que pedir un deseo, a mi edad y después de haber querido a tantas personas, sería tiempo: para amar, para sonreír, y por qué no, para pedalear.